Fermín Segundo se acomoda el agujereado sombrero de palma y saca de su negruzca bolsa de mandado un arsenal de documentos enegrecidos y tan arrugados como los 75 años que se carga, acomoda metódicamente los oficios, memorándums, propaganda del PRI, y hojas sueltas de extintos cuadernos de raya, con viejas peticiones hechas a mano y lápiz, como pruebas irrefutables de que los muertos de Loma de Guadalupe ya no aguantan tanto desmadre y reclaman su propio sepulcro.
Sentado en una banca de la plaza González Arratia, enfundado en un jorongo de deslucida lana verde con vivos blancos que le roza las pantorrillas, a Fermín no le estremece el congelante frío que ya se siente en Toluca, se acomoda discretamente su calzón de manta y solo cruza por debajo los huaraches de correas de cuero y suela de llanta, como para evitar que el aire se le cuele a su descuadrado cuerpo de agricultor. Se reacomada frente a las “pruebas irrefutables” y comienza como debe ser, desde el principio de los tiempos.
Recuerda como en 1947, las rencillas por tierras entre familias de Loma de Guadalupe y San Diego Cerrito, se extendieron rápidamente por toda la comarca de la zona más rural de Valle de Bravo, justo cuando en esos años estaba la construcción de la presa “Miguel Alemán”, convertida hoy en un potente desarrollo turístico de la zona.
El conflicto y el celo por la venta de terrenos ejidales y de pequeña propiedad para la presa y los primeros desarrollos inmobiliarios de ricos de la zona, terminó con un cruento enfrentamiento entre ambas comunidades que entonces conformaban un solo ejido.
Algunos como Fermín todavía retienen claramente aquellos días, porque cuatreros a caballo y a punta de pistola, recorrían los caseríos de la zona cazando rebeldes que se oponían al despojo, luego lo mismo hacían los del otro pueblo que sí querían vender, y así durante varias semanas hasta que los muertos se amontonaron y la gente se hartó de tanto sangre.
Para entonces el niño Fermín tendría unos tres o cuatro años, vivía en un jacal con su madre, su padre y un ejército de once chamaquitos, que junto con él corrían a esconderse entre los los magueyales por atrás del río , cuando escuchaban que el resonar lejano de las pistolas y el corredero de los caballos se iban acercando.
Nadie sabe con precisión cuántos muertos se cobró aquel conflicto agrario, lo que es cierto es que la guerra proclamada entre ambas comunidades mazahuas sigue tan viva y caliente que hasta las ánimas sufren según el criterio de Fermín, porque desde entonces si alguien muere, no importa grande o chiquito, la cuestión inmediata surge: “¿Y ahora qué hacemos con el muerto?”.
La cuestión no es para menos, dice Pedro, el inseparable acompañante de Fermín, quien asegura que el conflicto ahí se acabó… pero en el acuerdo de paz, consistió en separar algunos bienes que compartían ambas comunidades y un pacto de no agresión.
De esta forma se acordó que el mercado quedaría para los de Loma de Guadalupe; la casa ejidal para los de San Diego; la planta de bombeo para los de Loma de Guadalupe y el cementerio “para nosotros”, o sea los del otro bando.
Desde entonces las dos comunidades marcaron su territorio y quedaron divididas, y aunque ahora cada pueblo ya tiene su propia escuela, caminos y otros servicios, sólo existe un camposanto donde los herederos de las familias que originaron la trifulca y sus respectivos simpatizantes, todavía no se perdonan aquel lío avivando en cuanto pueden las viejas rencillas.
Por eso cada muerto es un dilema para los de Loma de Guadalupe, ya que el panteón más cercano es justo el que tienen enfrente y que les está prohibido.
También es por eso que cada que hay un muerto allá, los habitantes de San Diego, se regodean y se sientan plácidamente frente a la imaginaria línea fronteriza que los divide, para ver como resuelven el nuevo conflicto sus vecinos. Y entonces ahí vez las filas de dolientes yendo con el muerto de acá para allá, de Villa Victoria a Valle de Bravo, de Loma de Guadalupe a las orillas de San Diego, buscándole lugar, pero eso sí sostiene orgulloso Fermín, sin perder la dignidad frente a sus enemigos… bueno, solo esperando su compasión.
Una ráfaga de viento baja del Xinantécatl y ahora si le da frío a Fermín, se estremece y hasta entonces acepta cambiar la banca por una mesa en un cafecito del centro de la ciudad. Pequeño como es, de no más de 1.50 metros, enegrecido por el trabajo del campo, solo pide un té y una concha que come tranquilamente mientras inicia y concluye el rito de ordenar, extender y mostrar las “pruebas irrefutables”.
-¿Y qué hay de las pruebas irrefutables?, pregunto.
-Las pruebas comprueban que a los muertos de Loma de Guadalupe no se les ha hecho justicia por más de medio siglo, declara con una mezcla de español y mazahua que enfatiza aún más la antigüedad del conflicto. Es entonces cuando las pruebas encajan ¿Por qué?, pregunta el viejo mientras engulle el último pedazo de concha, e inmediatamente contesta: porque esta es la historia de los muertos de un pueblo que buscan su lugar en el mundo.
Fue entonces, ante tanto peregrinar y dolientes confusos, que el abuelo de Fermín decidió hace más de 60 años que ya era más que suficiente de tanto ajetreo de muertos y comenzó su ir y venir a Toluca para pedir a los gobernantes en turno, apoyo para crear y autorizar un cementerio para Loma de Guadalupe. Don Hermilo no logro mucho, pero comenzó a reunir las “pruebas irrefutables” que arrastra para todos lados su nieto Fermín, antes su hijo Sebastian, en la mugrienta y raída bolsa de mercado donde los expedientes han terminado en poco menos que hojas amarillentas, raídas como su camisa de cuadros, arrugadas, sucias o enegrecidas de tanto manipuleo y peritaje público que a la menor provocación incentiva Fermín.
Hace más de 40 años, Sebastian, su padre, continuó la gestión y el peregrinar a Toluca, llevando y trayendo la misma carga valiosa y engrosando, al mismo tiempo, las pruebas irrefutables. El documento más viejo data de mediados de la década de los 50s y está escrito a mano por el abuelo de Fermin, quien con pesados caracteres escritos a mano, pide a “su Señoría” un terreno donde los habitantes de Loma de Guadalupe puedan enterrar a sus muertos.
Allá en Valle de Bravo no hay un registro histórico oficial de esta historia de panteones y muertos, pero en Loma de Guadalupe, una remota comunidad de no más de mil habitantes que sobreviven de sus pequeñas parcelas de temporal y la cría de borregos, las historias de Fermín se pierden entre la memoria de los más ancianos.
Adela Hernández tiene 78 años y en su dificultoso español, mezclado con mazahua, resume todo en que “esos cabrones” de San Diego el Cerrito se van a condenar vivos por no dejar descansar en paz a los muertos y atreverse a sacarlos de las tumbas, como ocurrió con su hija Ana, hace 50 años, cuando falleció de pulmonía.
Aquella noche lluviosa y atareada de penas, tuvo que enterrarla a escondidas, esquivando la vigilancia de sus vecinos; en plena oscuridad saco el bultito blanco con el cuerpo de su hija, hizo un hoyo en una orilla, puso a la difuntita y rápidamente lo tapo. Luego colocó encima un pequeño ramito de flores silvestres y salió tan rápido como entro. A la siguiente noche cuando volvió para llorarle, ya la pequeña Ana había sido exhumada sin palabras ni avisos de por medio.” Así de cabrones son”.
-¿Y e dónde sacó Don Fermín aquello de “las pruebas irrefutables?, pregunto en el pueblo.
-Una vez vino un licenciado de Valle de Bravo, uno que decía que quería ser candidato del PRI a diputado, nos pidió que le diéramos nuestro voto, entonces Fermín se acercó y le mostro unos papeles de su abuelo donde le pide al gobernador que nos ayude para lo del panteón, entonces el trajeado revisó esos papeles, los hojeo y le dijo a Fermín que tenía razón, que si ganaba la elección nos ayudaría luego luego, que esas eran “pruebas irrefutables” de lo justo de su demanda, narra una tendera sin dejar de sonreir.
En el cafecito del centro, acá en la capital, Fermín se relaja sobre su silla y acepta otro té de manzanilla, pide de otra hierba, pero aquí no hay de eso, repite el mesero por tercera vez, en respuesta al tercer menjurje que solicita el viejo. “Ta güeno”, contesta enfadado.
En su ir y venir a Toluca en los últimos 20 años, cuando asumió como propia la lucha de su padre y de su abuelo, Fermín ha llevado y traído peticiones dirigidas a Mario Ramón Beteta, Ignacio Pichardo Pagaza, Emilio Chuayffet Chemor, Cesar Camacho Quiroz, Arturo Montiel Rojas y Enrique Peña Nieto. De Eruviel Avila no porque no lo conoció, es más ni siquiera sabía que llegó y se fue otro gobernador, nadie se lo informó, nadie, ni los “polecias” que custodian por docenas la entrada de palacio de gobierno aquella vez que vino y que le impidieron su acceso tras espulgar maliciosamente las pruebas irrefutables de Fermín.
Tampoco en Valle de Bravo ha encontrado mucha ayuda. Alcaldes van y vienen y ninguno quiere firmar la licencia municipal que hace falta para que Loma de Guadalupe tenga su camposanto, no obstante que ya se cuenta con un terreno listo desde hace varios años, logro real de Fermín y sus antecesores.
Asegura que un año después de la trifulca, su abuelo comenzó las gestiones para separarse definitivamente de sus problemáticos vecinos y tramitar, mediante un juicio, la división del ejido. Sin embargo en 1958 el gobierno federal negó la separación y sólo permitió que Loma de Guadalupe se maneje como un anexo de San Diego del Cerrito, de ahí los fracasos de las incesantes gestiones.
Esa medida impuesta por los Tribunales Agrarios permitió apaciguar los ánimos y generar un clima de menos tensión, sin embargo el asunto de los muertos no ha sido resuelto de fondo.
En los años más recientes los vecinos de Loma de Guadalupe han sido apoyados por un pueblo cercano llamado San Diego Suchitepec, dándoles permiso para hacer algunos funerales, sin embargo ello implica caminar varios kilómetros llevando a cuestas los difuntos. Eso no puede durar para siempre, reclama Fermín.
La cosa es que los difuntos de Loma de Guadalupe han quedado tan dispersos que en estos días de noviembre, los dolientes van y vienen por toda la región llevando y trayendo lágrimas que no acaban.
En vísperas del Día de Muertos, el viejo Fermín está más inquieto. Anda como alma en pena siguiendo los senderos que lo llevan y traen de su pueblo a Toluca.
En realidad lo que Fermín no quiere es que cuando muera sus hijos y nietos lo tengan que ir a llorar a otro pueblillo que no sea el suyo y que lo tengan que cargar junto con su pena, por cinco kilómetros más.