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Don Socorro, un sepulturero feliz

Solo alguien como Socorro Romero Lozada, de 57 años de edad, puede encontrar “bonitos” los restos humanos de un cadáver después de 25 años de estar sepultados y ser desenterrados

COMUNIDAD

Don Socorro, un sepulturero feliz


Solo alguien como Socorro Romero Lozada, de 57 años de edad, puede encontrar “bonitos” los restos humanos de un cadáver después de 25 años de estar sepultados y ser desenterrados, o conocer los extraños ciclos de la muerte y saber por ejemplo que en octubre y enero hay más muertos que en ninguno otro mes del año y que las cajas de madera y de fierro, al final son la misma cosa, sólo él porque él es sepulturero.

Con al menos 30 años en el oficio, don Socorro se mueve con soltura y familiaridad entre las tumbas y monumentos del viejo panteón de Las Soledades, del pueblo de Santa Ana Tlapaltitlán, donde ha pasado más de la mitad de su vida, viviendo de y con los muertos, ya que no solo labora en el camposanto, sino que vive en su interior junto con su esposa y cuatro hijos en una pequeña vivienda de dos pisos.

Desde ahí, cada mañana y hasta la puesta del sol, don Socorro ve pasar sus días, desyerbando las tumbas y mausoleos, limpiando las criptas y las cruces y esperando que llegue el próximo cliente.

Socorro no tiene miedo a la muerte, sus hijos tampoco, su esposa menos. Nunca se le ha aparecido un difunto, ni ha visto fantasmas o almas vagando por el camposanto, aunque eso sí, hace más de 24 años, cuando inicio en el oficio, los primeros muertos que enterró le dejaron una profunda impresión e incluso soñó que lo abrazaban y querían llevárselo a la fosa que él mismo había cavado.

El viejo Don Soco, como le dicen muchos de sus paisanos de por aquí, asegura que aprendió el oficio gracias a unos amigos de parranda que iban y venían al panteón de vez en vez, donde bebían tranquilamente hasta quedar inconscientes, casi muertos, o también para hacerla de sepultureros y ganarse unos pesos para la botella. Con el tiempo sus amigos desertaron y él se quedó con la chamba a invitación del entonces sepulturero oficial, don Manuel Lara.

Lo más difícil de ser sepulturero es hacer la fosa y no cargar al muerto, ya que en ocasiones tienes que cavar hasta tres metros bajo tierra para que las familias puedan enterrar cuatro cadáveres, según “como vayan cayendo”.

Además aunque pocos lo saben, los sepultureros no solo entierran muertos, también los desentierran, ya que de acuerdo a las leyes locales, los restos deben ser extraídos después de 7 años. Es entonces cuando para Socorro resulta sorprendente descubrir “lo bonito” que quedan algunos restos humanos “bien limpiecitos, con su cabello y sus huesitos blanquitos” y cómo hasta la caja más fina, al final termina exactamente igual que la más barata: podrida e inservible.

Don Socorro tiene un pequeño sueldo fijo que le paga la delegación del pueblo, pero por cada servicio cobra mil 200 pesos, lo que representa para él un ingreso importante.

¿Lo raro?, nada, que en octubre justo antes del Día de los Santos Difuntos los servicios se incrementan considerablemente, incluso hasta tres por día y luego, en enero, otra vez se presenta el mismo fenómeno, como si la muerte reclamará cíclicamente su cuota de vida…

Como sea don Socorro dice que aquí estará con gusto “para cuando se les ofrezca”.
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