Hablemos de Costa Rica por un momento. A veces, para poseer un cabal entendimiento de todas las sacudidas y coyunturas que estamos experimentando es necesario contrastar con hechos pasados y presentes, identificar patrones que se repiten, ejercicio que realicé en otro medio -ahora extinto- comparando las causas de la victoria de Donald Trump o el Brexit al desencanto, desesperación y rabia de la gente.

En este caso, en Costa Rica pasó algo muy particular. En la primera vuelta de las elecciones que se realizaron el pasado 4 de febrero, ganó un candidato que en una palabra podríamos definir como “peculiar”. Un candidato con un discurso muy fuerte, con declaraciones como: “Costa Rica es un país provida, profamilia, donde imperan valores judeocristianos y estoy seguro de que no tenemos nada que celebrar. No hay nada que acatar. No es vinculante y si fuera vinculante, un gobierno de restauración estaría dispuesto a salirse de la Corte (Interamericana de Derechos Humanos) porque no estamos dispuestos a una agenda LGBTI, pro aborto y una ideología de género. Hagamos que el 4 de febrero sea nuestro referendo sobre matrimonio hombre y mujer”, es decir, alguien que no considera que los gays sean seres humanos.

Un discurso tan discriminatorio, tan cargado de odio y tan anti democrático podría ser suficiente para que solo gane el respaldo de exiguas minorías cegadas al grado del fanatismo por su fe, ¿cierto?

Falso. Fabricio Alvarado, el nombre de este individuo que pretende convertir axiomas personales en una forma de gobierno para millones, obtuvo el 24,78% de las preferencias, ganando la primera vuelta y seguido por el diametralmente distinto Carlos Alvarado Quesada.

Esto nos dice algo muy importante, que es el repunte de las ideologías más conservadoras como antagonistas para el progresismo. Lo cual, más que hablar de una estrechez mental, habla de un problema aún latente.

¿Y quién tuvo la culpa de esto? Los mismos progresistas. De repente, la agenda y el movimiento fue tan fuerte, tan magnificente, que las mismas ideologías de izquierda empezaron a etiquetar negativamente a quien no demostrara expresamente apoyar a las mismas.

Me desviaré un poco para poner un ejemplo muy extremo. August Ames era una actriz de la industria para adultos que en diciembre fue severamente criticada e insultada por negarse a filmar una escena con un hombre que anteriormente había hecho pornografía gay. Considerando que los estándares de salud para este subgénero son menos estrictos que los que se exigen en el porno heterosexual, la razón que esgrimía la actriz era el no poner en riesgo su salud. Mucha gente no entendió ese punto, y lo mínimo que le dijeron fue “homofóbica”, ya se imaginará el lector lo peor que le pudieron decir. Fue tal la presión y el escarnio público que la mujer se terminó suicidando.

Desde la primer columna en The Observer lo dije: internet y más que nada las redes sociales, no solo permiten sino que también alientan la división y la polarización por ideologías. De repente pareció como si todos encontraran a su respectiva tribu, y con la confianza de la colectividad, cargar contra el que piense diferente.

Ahí es donde el progresismo falló. En lugar de apelar al sentido común y comprender que la aceptación de las minorías es un proceso que debe seguirse, quisieron forzar la ideología en los sectores conservadores, descalificándolos en el proceso.

De ahí que Trump ganara. Que el Brexit ocurriera. De ahí que un pastor evangélico homofóbico anti libertades lleve la delantera en Costa Rica. No estamos dialogando. Con nadie. Y eso nos está cobrando factura.