Por definición, un debate es una “discusión en la que dos o más personas opinan acerca de uno o varios temas y en la que cada uno expone sus ideas y defiende sus opiniones e intereses”.
Por supuesto, y viendo cómo está México en estos momentos, un debate presidencial debería ser el espacio máximo para que los contendientes por la silla presidencial tengan su oportunidad de explicar clara y detalladamente a la gente que quieren gobernar sus propuestas, su agenda, cómo demonios pretenden mejorar este país en el que tantas cosas van mal, y quizá, con un poquito de madurez mental, enriquecer sus propuestas con visiones alternas del otro candidato.
En cambio, tuvimos a cinco individuos ofreciendo dos horas de penoso espectáculo que iba desde ataques hasta malos chistes. Si hubiera querido ver un comediante habría buscado en YouTube algún video que me hiciera reír.
Comencemos con Margarita Zavala. En anteriores entrevistas y participaciones ha quedado claro que no es una persona hecha para la oratoria. No obstante, uno pensaría que, al tratarse de un debate tan importante para presentarse y adquirir más votos, se prepararía más, sobre todo teniendo como soporte a un buen orador como lo es su esposo (lo que sea de cada quien). 20 minutos se tardó para hablar, incluso parecía que no estaba ahí, y cuando habló, prácticamente no dijo nada relevante. A las preguntas se mostró esquiva y a las propuestas demasiado parca. Quiero pensar que los nervios la traicionaron, de lo contrario, el discurso de ser mujer poco le alcanzó. Aún las mujeres no están representadas por alguien que las haga sentir orgullosas. En suma, una decepción.
De José Antonio Meade podemos decir también unas cuantas cosas. Me sorprende de sobremanera que no se haya atragantado con su lengua hablando de corrupción y de que “no quiere más Estafas Maestras” cuando el PRI, partido al que representa ha sido causa y consecuencia de tantos males en el país.
También pude notar que probablemente sus asesores en el debate los tuvo Alfredo del Mazo cuando era candidato el año pasado. Mismos manierismos acartonados, mismo discurso gris, misma falta de empatía, mismo empeño más en memorizar punchlines como “Soy José Antonio Meade” que en ofrecer algo concreto. Y sobre todo, veo que él está tan harto de su candidatura como lo estamos todos de la misma. Se le notó cansado y ansioso, desanimado porque sabe que su peor error fue dejar que el PRI lo convenciera de que podría ser presidente. No puedo decir que tiene mis simpatías, mucho más que eso merece el PRI.
Y llegamos a Ricardo Anaya. El “niño genio” que llegó gráficas en mano para debatir. A mi gusto, se vio más como el clásico niño “matadito” que entrega las tareas puntual y una manzana a la maestra que alguien que haga uso de su intelecto. ¿Por qué? Sí fue el que dio más y mejores propuestas (aunque sigue empeñado en dar la Renta Básica Universal, que no le funcionó a Finlandia y ya la están retirando) como Fiscalía General y Anticorrupción autónomas, cárcel y muerte civil a corruptos, repetir el modelo italiano de no eliminar a las cabecillas del crimen, sino hacer un gran trabajo de inteligencia para erradicar a los grupos criminales; pero su victoria hubiera sido más aplastante si no hubiese dedicado la mitad de sus intervenciones a atacar a López Obrador. A pesar de que se nota que se preparó a consciencia, el caer en ataques enturbió su participación. Lo digo como va: Ricardo Anaya fue el menos peor y ganó el debate, PERO mediocremente y de panzazo.
De López Obrador, se nota que dedicó más su tiempo a llenar un álbum con estampitas que a prepararse. Junto a Margarita Zavala, lo pondría a él como lo peor del debate. Algo alarmante, absurdo y ridículo cuando consideramos que él ya ha estado en tres campañas presidenciales. A estas alturas, ya se debía saber cómo debatir y lo importante que es prepararse. Si tuvo tan nula preparación para un intercambio oficial de ideas, ya podemos imaginarnos cómo guiará su presidencia a partir de buenas intenciones (como él mismo lo ha dicho, por ejemplo, que erradicará la corrupción poniendo el ejemplo y con la metáfora de las escaleras).
Y si bien reconozco que logró contenerse y no responder los ataques hacia él lanzados, no comparto, para nada, el delirio febril de sus seguidores de decir que ganó. Sí, qué bien que no respondió a las acusaciones, pero mínimo, así como lo más elemental posible, debió detallar sus propuestas. No limitarse a dar un popurrí de sus spots que ya llevan un par de años circulando. Desgraciadamente los desvaríos del señor ya los sabemos de memoria, que le pueden decir peje pero no lagarto, que el avión que no tiene ni Trump (el cual, recientemente, compró dos aviones billonarios y notoriamente superiores, por cierto, esos aviones no los tiene ni Peña) y un largo etcétera. Ya lo sabemos, que la mafia del poder y todo ello. Queríamos que sus propuestas tan ambiguas y proclives a la interpretación fueran esclarecidas.
Pero solo tuvimos a un candidato temeroso y somnoliento, cuya lucha más grande no era contra sus adversarios, sino por simplemente mantenerse despierto. Ya ni el que se haya ido cabizbajo por la puerta de atrás nada más terminar el debate me sorprende.
Finalmente, el polémico Bronco. Resultó ser la sorpresa del debate, y no a la buena manera. Justo cuando creí que nada superaría su primera intervención con la bala con la que presuntamente mataron a su hijo (un recurso retórico que he estudiado antes y que al que llamé senso propaganda en mi trabajo de obtención de grado), salió, sorprendentemente con la idea de cortar la mano a políticos corruptos. Esto no habría sido más que una extravagante broma de no ser por que pocos días después la pusieron en marcha con un ladrón. A pesar de que tuvo algunos momentos brillantes, en general su participación fue un desfile de sinsentidos.
El primer debate terminó. Y esto es lo que hay.