Un anuncio rompió la quietud de la playa. En el sonido local de una pequeña comunidad de pescadores de la costa oaxaqueña, la mujer advertía que se había cometido un crimen mayor: alguien había robado un racimo de plátanos.
El dueño del platanar, continuaba aquella voz femenina, concedía cinco minutos para que el ladrón regresara la fruta, pues de lo contrario delataría su identidad a través de esos altavoces.
Esa escena resultó tan extraña para mí y para quien me acompañaba en esas vacaciones, que de inmediato buscamos en nuestros anfitriones, oriundos del pueblo, alguna explicación a semejante suceso.
Él, pescador, ella, cocinera, nos relataron que en aquel lugar todo mundo se conocía, se respetaban las cosas y las propiedades. Si alguien llegaba de repente con ganado, alimentos, refacciones o cualquier otro bien, era cuestión de tiempo para que se supiera si aquello había sido robado; delatar al ratero ante el pueblo significaría someterlo al ostracismo, además de que acarrearía vergüenza su familia.
Pasado el lapso de gracia no se anunció públicamente el nombre del culpable, el ladrón había devuelto los plátanos; para el pueblo, ahí terminaba la historia.
Esa comunidad marcaba tanto sus propias leyes que incluso rechazaba el cambio de horario en verano. No tenía sentido, argumentaban los pescadores, mover las manecillas del reloj en un lugar cuya vida obedecía a la salida y puesta del sol y al nivel de la marea.
Hace más de diez años de aquel episodio que con el tiempo se afianzó en mi memoria como ejemplo de legalidad: se cometió un crimen, el ladrón reparó el daño y, de acuerdo con los pobladores, no se repetiría semejante delito.
En un lugar tan pequeño, no más de 800 habitantes según Inegi, aplicar las reglas es mucho más sencillo. Creo también que a su favor jugaba la ausencia de cualquier tipo de autoridad formalmente constituida; de aquella playa se acordaban los políticos cada tres años, iban una vez y no se les volvía a ver, afirmaban felices nuestros anfitriones.
Aclaro, los usos y costumbres que rigen en algunos municipios mexicanos perpetuan la desigualdad y la corrupción, pintarlos como una panacea sería irresponsable.
Valga este recuerdo en un intento de comprender cuándo perdimos el rumbo, cómo llegamos al ser el país en el que en un solo mes fueron asesinadas 320 mujeres, donde jóvenes son asesinados después de ir a un carnaval, o en el que ocho personas son asesinadas a 400 kilómetros de donde el mismo día el presidente inaugura un cuartel de seguridad pública.
Estoy segura de que la herencia más nefasta de Felipe Calderón fue la sinrazón de poner al país en guerra. Solo por nombrar algunos, Calderón nos dejó la Guardería ABC, la Estela de Luz y Salvárcar como legados.
Pero el expresidente no se inmuta, junto a su esposa busca ahora un nuevo partido político. Que Genaro García Luna, su mano derecha en seguridad, sea juzgado en Estados Unidos por narcotráfico tampoco le genera bochorno a Calderón, él sigue en sus planes para vivir del erario.
En ese comportamiento, creo, radica una de las claves para entender cómo llegamos a este punto en donde nos acecha el crimen, no el que roba fruta, sino el que mata, viola, secuestra, extorsiona, aterroriza, amenaza y destruye.
En este país, los corruptos se hicieron cínicos, dejaron de esconderse; en épocas de la posverdad, hoy hasta se ofenden y atacan cuando se les señala por ser las lacras que garantizan la impunidad.
Un magistrado que acosa, un juez que castiga a quien critica a su compadre, un gobernador que tolera a sus corruptos, un alcalde que roba, un presidente que miente y trivializa los asesinatos, un diputado que paga por quemar con ácido la cara de una joven, un fiscal que elige no ver a la cara a las víctimas… son todos ejemplos de la podredumbre de un sistema por ellos alimentado, en el que se aseguran de seguir incólumes, eso sí, gozando de los sueldos pagados con dinero público.
Cada vez que pueden, todos ellos aseguran que no, la culpa es de otros. Antecesores, políticos de otros partidos, periodistas, movimientos organizados, cualquiera que les cuestione es un agente desestabilizador. Ellos, los buenos, son víctimas de los otros, los malos.
Mientras los corruptos –tengan cara de políticos, empresarios, jueces, activistas, policías, líderes, fiscales, etcétera– sigan impunes, no importa si se forma una Guardia Nacional, un cuerpo de élite en inteligencia y operaciones, ni si se tienen miles de millones de pesos en equipamiento para atrapar a los delincuentes.
La “ayuda” estadounidense tampoco parece la vía. Los costos de la intervención norteamericana en toda América Latina han resultado funestos. Solo será suficiente con revisar el ilegal programa Remain in México para ver cómo de este lado del río terminamos haciendo el trabajo sucio.
Con el discurso de Donald Trump, que insiste en que los mexicanos ya estamos pagando el muro, es todavía menos probable considerar siquiera la adopción de nuevas medidas de coordinación.
Allá, en esa pequeña playa de Oaxaca, basta con que se recuerde que no se tolerará el crimen, el costo es muy alto. Acá, en la realidad de buena parte de México, no hay Blackhawk suficientes para pacificar el país.
DESDE LA FRANJA
Primer acto: El asesinato de la estudiante Dana Lizeth Lozano Chávez genera un movimiento entre jóvenes de Juárez, que exigen seguridad en la ciudad; el alcalde Armando Cabada pide que el crimen no se use para “golpeteo político”.
Segundo acto: La votación para el presupuesto participativo del municipio se realiza entre múltiples irregularidades; el alcalde Armando Cabada dice que las denuncias al respecto son “golpeteo político”.
Tercer acto: Un grupo de ciudadanos registra ante el Instituto Estatal Electoral de Chihuahua una solicitud de revocación del mandato del alcalde. Armando Cabada señala que esta iniciativa ciudadana tiene “tufo político”.
Si fuera chiste, preguntaría a continuación cómo se llamó la obra. El problema es que no, ni la vida de Dana, ni la imposibilidad de elegir el destino de los recursos, ni las prerrogativas ciudadanas son broma.