Un día corren los rumores de que a la dueña de la tiendita ya le pidieron cuota, justo como antes hicieron con el propietario de la verdulería, luego se vacían las calles, los parques y las canchas porque ya no es seguro salir de noche, el impacto llega hasta en la forma de comunicarse, de repente se habla de “halcones”, “sicarios”, “derecho de piso” y “patrones”, estos últimos los señores absolutos de la tierra a la que han llegado. Ese es el mejor de los escenarios, cuando el terror empieza despacito.
Si al contrario el narco decide irrumpir, de un día para otro cierra caminos, quema casas y negocios, decide quién vive y dicta desde su inmensurable despliegue de poder cuáles son las instrucciones que han de seguir los habitantes de ese territorio, ahora controlado por nuevos dueños.
El saldo es casi siempre el mismo, los pobladores de el otrora pacífico lugar ven cómo su estrenada realidad implica escasez de trabajo y cierre de negocios y cómo las actividades cotidianas como salir a la calle, platicar con los vecinos, ir a fiestas y reuniones, son ahora vigiladas y autorizadas por los mandamases recién llegados.
Cuando se vive al acecho del crimen organizado, para muchos la única salida posible es abandonar la vida que se conoce y huir lejos abandonando familia, trabajo, propiedades, arraigo y recuerdos.
En caso de que el destino sea dentro de las mismas fronteras nacionales, el fenómeno se conoce como desplazamiento interno, una migración silenciosa, dolorosa como todas, y que además ha sido forzada por diferentes razones (violencia, desastres naturales, persecuciones raciales o étnicas, entre otras causas).
En México, el desplazamiento interno tuvo lugar desde los años 70 -entonces causado por conflictos comunales y de carácter religioso-, con un repunte en 1994, tras los conflictos en Chiapas (Rubio Díaz-Leal, 2014, Desplazamiento interno inducido por la violencia. México, ITAM).
De acuerdo con la literatura especializada, la guerra contra el narcotráfico declarada por Felipe Calderón en 2006 trajo una nueva ola de desplazamiento interno que al día de hoy no ha tenido final. Según la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, únicamente en 2019 se registraron más de ocho mil personas desplazadas internas en el país, para un total acumulado de 364 mil víctimas.
Precisamente el registro oficial del fenómeno es una de las tareas pendientes del Estado mexicano, que desde la década pasada ha sido conminado por diversos organismos nacionales e internacionales a establecer políticas públicas para el reconocimiento, la identificación y la atención de los desplazados internos.
Guerreo, Oaxaca, Chiapas, Sinaloa, Chihuahua, Durango y Tamaulipas, según el estudio de la CMDPDH, fueron las entidades de las que más personas huyeron por la violencia del narco.
La ausencia de Estado de Derecho en los territorios es tan amplia que explícitamente las autoridades aceptan su incapacidad. Tan solo el mes pasado, la violencia del narco en la región de Tierra Caliente en Michoacán desplazó a cuando menos 30 familias, en respuesta la Comisión Estatal de Derechos Humanos se declaraba totalmente incompetente, sin posibilidad siquiera de visitar la zona.
Por supuesto que no todos los desplazamientos son iguales. Las diferencias van desde quienes reparan en el peligro y anticipan la marcha y otros que lo hacen cuando ya han sido víctimas de amenaza o ataque directo. También existen quienes mandan primero a sus familiares para alcanzarles después y otros que prefieren ir en caravana como medida de protección.
Los hay quienes cuentan con recursos económicos o con redes sociales suficientemente fuertes que les permitirán mejores condiciones para adaptarse a los cambios del nuevo destino. Pero también están quienes marchan incluso sin papeles, condenados al anonimato, a los abusos y a la discriminación dentro de su propio país.
Una vez alcanzado el destino, los desplazados tienen que empezar prácticamente de cero. Habrá que encontrar casa, trabajo, escuela, redes de apoyo y hacer vida de nuevo, en la espera de que ahí adonde se ha llegado se pueda vivir en paz.
En este México actual, la violencia crece tan brutal que ciudades como Juárez -con todo y su segundo lugar entre las urbes más violentas del mundo-, se convierten en destino de familias desplazadas de otros territorios.
A sus 32 años, Ivonne, abandonó su casa en Gómez Farías, donde inicia la sierra de Chihuahua. Acompañada de su esposo y sus hijos, Ivonne decidió viajar a Juárez luego de que su familia fuera vigilada durante tres días seguidos por sicarios de un nuevo grupo criminal. En las primeras horas de un día de julio de 2017, Ivonne y su esposo subieron a sus hijos a su auto -la camioneta llamaría más la atención, pensaron-, tomaron sus documentos, cobijas, tres maletas de ropa e iniciaron el viaje a Juárez, donde viven desde entonces en una casa de interés social rentada que nada se parece a su hogar en Gómez Farías, donde tenían el bosque como patio. Tres años después, los hijos de Ivonne se han acostumbrado a la vida fronteriza, pero el pequeño todavía sueña con los conejos que dejó en su otra casa.
Son tan pocos los vecinos que todavía quedan en su comunidad que, según Ivonne, aquello parece un pueblo fantasma, donde los narcos se han apropiado de los amplios terrenos de siembra y aserraderos de la zona.
Muy al sur del país, en un pequeño pueblo de Guerrero casi en la frontera con Oaxaca, Lorena ha notado que desde hace algunos meses, camionetas negras atraviesan de madrugada por el camino rural que pasa por su casa y que lleva a los terrenos ejidales. Las malas lenguas, dice Lorena, cuentan que los narcos inauguraron ahí una ruta nueva que de momento nadie les disputa.
Por ahora, Lorena no pregunta, trata de hacer su vida normal y ha establecido a sus nietos una nueva regla: cuando ha caído la noche, nadie se asoma por las ventanas que dan a la carretera.
La autoridad, por supuesto, no se ha aparecido en ninguno de los dos casos, ni para apoyar a Ivonne a su nueva vida o para intentar siquiera recuperar su casa en la sierra. En el caso de Lorena es imposible pensar que la Guardia Nacional -acuartelada en su pueblo desde inicios de 2019-, no se haya percatado de la nueva ruta de los narcos.
El desplazamiento interno sea tal vez uno de los mayores pendientes del Estado mexicano y al mismo tiempo uno de los menos atendidos, sin leyes ni programas que se hayan encaminado verdaderamente a diagnosticar, medir y atender el problema.
Nuestros políticos, mientras tanto, diversifican sus intereses. Unos navegan a gusto entre rifas y consultas ficticias, otros encuentran gozo en el golf, el tenis y la organización de eventos de segunda para sentirse los protagonistas que nunca pudieron ser.
En tanto, Lorena, Ivonne y sus familias, igual que otras miles en México, están a merced de los delincuentes, dispuestas a viajar cuantas veces sea necesario para que sus hijas e hijos, nietas y nietos no terminen cooptados por el narco.
DESDE LA FRANJA
En sus dos periodos como alcalde de Ciudad Juárez, Armando Cabada Alvídrez ha dicho hasta el cansancio que cada crítica vertida en su contra es hecha “por los políticos de siempre”, llenos de envidia y rabia por su exitosísimo gobierno independiente. La obsesión de Cabada por la palabrita es de tal magnitud que los vehículos oficiales, papelería, edificios y cualquier espacio público ha sido tapizado con la “i”, referida a las dos candidaturas que por la vía independiente llevaron al poder al alcalde juarense.
En días recientes, Cabada se despojó de cualquier sonrojo y lanzó en pleno informe de gobierno que un partido político se le ha acercado para ofrecerle una candidatura como gobernador para el 2021. Así nomás en menos de 30 segundos, al alcalde se le olvidó que, según sus propias palabras, los de siempre son los malos del cuento, que le han tirado proyectos de inversión, que viven para atacarle y que tienen intereses oscuros. Ojalá que nosotros, los ciudadanos, no tengamos la misma amnesia y olvidemos que el independiente nunca ha sido tal.
La presencia en su equipo de algunos de los representantes del más rancio priismo, las mismas prácticas de clientelismo (sobran las fotos de despensas con el logo independiente), la entrega del erario a empresas familiares y de amigos y la compra de líneas editoriales en los medios que venden las coberturas son solo unas pocas muestras de que la independencia, aquí, no llegó jamás.
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Itzel Ramírez. Periodista con estudios en Ciencia Política y Administración Pública por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Sus trabajos periodísticos han sido publicados en Reforma, El Diario de Juárez y La Verdad. Actualmente realiza consultoría, investigación, análisis y diseño de políticas públicas y construcción de indicadores de evaluación.