30 de enero del 2024
En la madrugada del 25 de octubre de 2023, el huracán Otis, de categoría 5, tocó tierra en Acapulco. Su efecto devastador fue noticia nacional e internacional casi en tiempo real. La información que se fue acumulando con el paso de los días destacaba la tragedia que suponía un desastre natural en relación con el número de personas afectadas, entre ellas aquellas que perdieron el contacto con sus familias, las cuales iniciaron su búsqueda desesperadamente.
En medio de la discusión sobre el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO), y los señalamientos sobre las herramientas para la búsqueda de personas, es importante hacer un paréntesis sobre los retos que impone la legislación en materia de desaparición, y lo es porque desde 2017 la Ley General en materia de Desaparición Forzada de Personas, Desaparición Cometida por Particulares y del Sistema Nacional de Búsqueda de Personas (en adelante LGD) define qué se entiende por persona desaparecida y qué por persona no localizada. En ambos casos, se está frente a personas cuyo paradero se desconoce y que se diferencian esencialmente en que el primer término implica presumir la comisión de un delito, mientras que el segundo supone que no hay indicios de éste [1].
La polémica más relevante sobre esta diferencia alude a interrogantes que se plantean sobre ¿quién, cuándo y cómo se decide que hay indicios o no de un delito? ¿Hasta dónde es importante mantener esa diferencia si, de acuerdo con el marco normativo aplicable, en todos los casos —exista o no delito — la búsqueda siempre debe ser inmediata? ¿Para qué mantener dos términos, si, además, cuando se trata de niñas, niños, adolescentes y mujeres siempre debe presumirse la existencia de un delito? [2] Incluso, ¿a quién le importa esa diferencia cuando lo que se demanda es encontrar a las personas que se buscan? [3]
No me detendré en las complejidades relacionadas con esta problemática, y tampoco en las varias líneas de reflexión que deja abiertas, lo que resulta relevante para efectos de este trabajo es entender que el contexto en que desaparecen las personas resulta clave para la comprensión del fenómeno mismo.
Al respecto, debe señalarse que la desaparición en Guerrero ha estado presente desde la segunda mitad del siglo XX y que en la coyuntura del huracán Otis plantea serios desafíos para la búsqueda y localización.
Así, la información disponible en el RNPDNO, al 3 de noviembre de 2023, daba cuenta de 4 mil 045 personas desaparecidas entre 1967 y 2023 en Guerrero. Este número —a poco más de dos meses del huracán— aumentó a 4 mil 106 es decir, sumó 79 personas registradas sin apenas modificar el hecho de que el 42.5% de las desapariciones se concentran en Acapulco [4].
Más allá de las dudas que ello abre respecto de dónde, cómo y quién está registrando a las personas desaparecidas en Acapulco después del huracán (el RNPDNO sólo sumó 27 en ese municipio y la gobernadora de la entidad señaló que había 32 con datos de la Fiscalía General del Estado [5]) lo que resulta obvio es que el fenómeno de la desaparición en Guerrero ha estado asociado a la violencia generalizada, cuyo análisis permiten situar la desaparición en el marco de lo que se conoció como la Guerra Sucia [6] y lo que después del 2006 se ha dado en llamar Guerra contra el narcotráfico.
La Guerra Sucia
La década de los 70 estuvo caracterizada en la entidad por la represión política, la persecución de las guerrillas rurales y urbanas, y el fortalecimiento de los caciques locales y los grupos paramilitares en la entidad. En Guerrero, la acción del Estado tuvo como finalidad desarticular y exterminar cualquier tipo de protesta con miras a evitar la revuelta social.
Guerrero se constituyó en el escenario principal de operaciones de la guerra contrainsurgente emprendida por el Estado —inicialmente— en contra de las organizaciones guerrilleras campesinas surgidas bajo el mando de maestros de escuela como Genaro Vázquez Rojas y Lucio Cabañas y desplegada en los territorios en los que operaban como la Sierra de Atoyac, y la Costa Grande guerrerense, con mayor intensidad en Acapulco de Juárez.
En la lógica contrainsurgente de establecimiento de un enemigo interno (que se asociaba al comunismo internacional, como parte del contexto de la Guerra Fría) se estableció un estado de excepción caracterizado por la suspensión de la legalidad y la acción de los distintos cuerpos de las Fuerzas Armadas: Ejército, Marina y Fuerza Aérea, a las que las autoridades locales y regionales —no solo sus policías— plegaron sus acciones. Dicho accionar estuvo dirigido contra quienes:
—Sospechaban que colaboraban con la guerrilla.
—Consideraban un potencial integrante.
—Identificaban como opositores políticos.
—Observaban como personas cercanas a aquellas y, en general, personas integrantes de las comunidades en donde eran perseguidas.
Lo anterior se implementó a través de diferentes estrategias. Entre estas se encuentran:
—Rastrilleo. Las fuerzas armadas —con base en “información de inteligencia”— acudían a las comunidades de las personas supuestamente implicadas en la guerrilla y se les detenía junto con sus familias y otras personas cercanas.
—Operación Amistad. Las fuerzas armadas llegaban a las comunidades, concentraban de manera forzada a la población en espacios abiertos, mientras que entraban a sus viviendas y cualquier “indicio” de participación en acciones subversivas calificaba para su detención.
—Operación/Plan Telaraña. Las fuerzas armadas sitiaban diferentes zonas e incursionaban en el monte acosando a la población con el objetivo de obtener información sobre el rumbo de los guerrilleros. Paralelamente, implementaron acciones de labor social que permitían agilizar la llegada y presencia de las fuerzas armadas y el acercamiento a la población.
—Operación Luciérnaga. Las fuerzas armadas concebían a las personas como “paquetes” que contenían información necesaria para hacer inteligencia militar; por lo tanto los “paquetes” eran archivados, clasificados y destruidos.
—Método de “La Aldea Vietnamita”. Consistía en el desplazamiento forzado de poblaciones, que solía suponer también la actuación del ejército no uniformado (vestidos de civil e infiltrados como campesinos) [7].
Las personas detenidas ilegal y arbitrariamente por el Ejército (o entregadas a éste por las policías locales) eran trasladadas a cárceles municipales, sitios acondicionados para su detención y zonas militares. Entre estas están el Campo Militar Número 1, la 27ª Zona Militar de Atoyac, la 35ª Zona Militar o la Base Militar de Pie de la Cuesta, de Acapulco. Sus cuerpos fueron sepultados en fosas clandestinas o arrojados al mar, a través de lo que se conoce como vuelos de la muerte [8].
En este esquema de represión sistemática de la población, las personas y las comunidades fueron víctimas de diversas violaciones a derechos humanos [9], entre ellas la detención ilegal y arbitraria, la tortura, la ejecución extrajudicial, el desplazamiento forzado y la desaparición forzada [10].
La estrategia contrainsurgente de exterminio de la población considerada opositora acabó al final con las guerrillas y desmovilizó el potencial de lucha social en Guerrero con un alto costo: se instaló en el imaginario de las clases dirigentes (caciques y autoridades locales y regionales) que la violencia sistemática era una herramienta efectiva de control social. A su vez, les dio mucho más poder al debilitar las capacidades de organización comunitaria, y facilitó la profundización de su imposición autoritaria.
Es en este contexto que se habla de la desaparición forzada de personas, siempre asociada a las estrategias de contrainsurgencia emprendidas por el Estado contra quienes integraban organizaciones que luchaban por reivindicaciones en una sociedad profundamente desigual [11] y sobre toda persona que veían —básicamente por cualquier razón— como una amenaza al status quo.
Por lo tanto, es necesario introducir otro paréntesis, y subrayar que la LGD diferencia entre la desaparición forzada, y la desaparición cometida por particulares, delitos que sancionan la misma conducta (la privación de la libertad de una persona seguida de su ocultamiento) pero que se diferencian por quién la comete. Así, para configurar el primero, basta la acción, omisión o aquiescencia de cualquier persona servidora pública, mientras que el segundo puede ser cometido por quien sea.
Lo anterior debe destacarse porque durante la Guerra Sucia fue simultánea la expansión de cultivos ilícitos de marihuana y amapola; la consolidación de una elite de narcotraficantes con control sobre la población y el territorio, y la profundización de la desigualdad y la pobreza en un escenario de crisis de las actividades de producción alimentaria.
Algunas líneas de análisis observan que el período de la Guerra Sucia generó el terreno en el que germina la Guerra contra el narcotráfico [12]. Otros trabajos van más allá y señalan que la represión de esa época fue la respuesta del gobierno mexicano ante la presión de Estados Unidos para el combate a las drogas [13].
Independientemente de las líneas de análisis que buscan explicar las causas y el proceso de la violencia durante la Guerra Sucia, el registro de personas desaparecidas en Guerrero entre 1981 y 2004 observa una baja significativa (26 desapariciones en 23 años) respecto de las 505 desapariciones registradas en la década que va de 1970 a 1980, número que sólo se va a alcanzar a partir del 2011 [14], en el contexto de la Guerra contra el narcotráfico, momento a partir del cual crecerá exponencialmente.
Así, aunque en muchos casos no parece haber duda de la participación de agentes estatales en la desaparición de personas, en lo general, su acción no está dirigida contra organizaciones política o ideológicamente contrarias a quienes ostentan el poder, ni aquellos que vía la revuelta social buscan fracturar el Estado y derrocar el régimen político. El contexto de la desaparición será otro, cuyos rasgos distintivos estarán en el combate al narcotráfico, y sumará, al menos, a dos actores armados: organizaciones criminales y autodefensas.
La Guerra contra el narcotráfico
En este marco, entender la actuación actual estatal es más complejo, sea porque el despliegue de las fuerzas armadas implique acciones de contrainsurgencia que no deberían llevar a cabo y que realizan sin importar los excesos contra la población, sea porque se han corrompido y no actúan contra los grupos criminales, sino que trabajan con y para ellos.
Así, la escalada de la violencia en Guerrero pasa a estar nucleada por las organizaciones criminales, y se observa, primero, a partir del enfrentamiento entre 2004 y 2006 de dos grandes cárteles del narcotráfico que se disputaban el territorio, de las confrontaciones a las que darán continuidad los grupos (células, bandas) que devienen de aquellos, (cuya fragmentación inicia en 2009 y actualmente apunta a la presencia de al menos 40 organizaciones en la entidad [15]) y de la reacción de las comunidades, que conformarán grupos de autodefensa [16], que eventualmente, también serán cuestionados en sus prácticas.
Cierto es que la Guerra contra el narcotráfico no inició la violencia en la entidad guerrerense, pero también lo es que sí la incrementó. La política de descabezamiento de los grandes cárteles no sólo disparó su atomización, sino que también dio cabida a la diversificación de sus actividades (extorsión, secuestro, huachicoleo, lavado de dinero) y favoreció el recrudecimiento de sus métodos. Ya no se trataba sólo de homicidios (indicador clave en todo análisis de violencia), sino de atrocidades como la decapitación, el desollamiento y/o el desmembramiento de los cuerpos, que —disueltos o calcinados— hacen parte de la destrucción de cadáveres como una práctica de ocultamiento. También, como una estrategia de terror que envía un mensaje a los rivales y a la población víctima de su actividad criminal.
Esto último es una de las principales características (que no la única) de los delitos de desaparición que marcan la segunda década del siglo XXI, y una breve referencia a las dinámicas que explican dicho fenómeno en la entidad.
Si bien es importante observar que estas dinámicas preceden y no se corresponden con las desapariciones resultado de la catástrofe generada por el huracán Otis, pero que no se pueden ignorar dado que hacen parte del contexto en que se insertan y sobre las que es importante profundizar a efecto de considerar los retos de la búsqueda en una entidad en la que se calcula que el número de contextos de hallazgos entre 2006 y 2023 asciende a 498 fosas clandestinas, de las cuales 284 se ubican en Acapulco [17].