26 de enero del 2021
En medio de la segunda ola de la pandemia en México, provocada por el virus SARS-COV-2 en la que el número de contagios por el COVID-19 está a la orden del día, con hospitales públicos y privados saturados de enfermos, crematorios cansados de hacer cenizas de cadáveres, con un estimado de más de un millón de contagios, además de que en días anteriores se informó por parte del mismo Presidente de la República que padece la enfermedad; causando con ello mensajes que, como maquinaria al unísono, piden su ida al otro mundo cual mensaje de odio en contra del contrario; es muy oportuno reflexionar sobre las posibles causas que den cuenta sobre el elevado número de contagios en México y sobre el comportamiento de los ciudadanos frente a su posible muerte, de darse el caso que sean contagiados.
Al respecto, pienso que una clasificación pertinente, con el riesgo de herir susceptibilidades y soportar las críticas, llevaría a considerar a 6 tipos de contagiados:
1.- El contagiado que intencionalmente quiso contagiarse;
2.- El contagiado que de forma negligente se contagió;
3.- El contagiado que se contagió en cumplimiento de su deber;
4.- El contagiado diligente e inocente que se contagió por un contagiado intencionalmente;
5.- El contagiado diligente e inocente que se contagió por un contagiado negligente, y,
6.- El contagiado diligente e inocente que se contagió por otro contagiado diligente e inocente.
Esta clasificación dura, que me hace sentir algo menos que culpa por clasificar a seres humanos en desgracia, aun y cuando ya perdí a seres queridos (esto debido a una sociopatía muy ligera que me aqueja), me parece necesaria para solventar las aporías fijadas. Para estas reflexiones, el tipo que interesa es el contagiado que de forma negligente se contagió; esto, porque con relación al contagiado intencionalmente, salvo que se trate de alguien que sufra un trastorno mental que anule su sentido de supervivencia, es poco probable que exista alguna persona en su sano juicio que quiera contagiarse de la enfermedad que, en gran parte de los casos, ha mostrado su mortalidad y su mutación.
El contagiado que de forma negligente se contagió en esta segunda oleada, debió encontrarse en circunstancias tales que su descuido o falta de cuidado, generaron su contagio y el contagio a otros cercanos inocentes o igualmente negligentes. No es casualidad que este segundo repunte en los contagios se haya suscitado con posterioridad a las fiestas decembrinas y a las festividades de año nuevo, que en México son motivo de reuniones familiares, que para el mexicano son imperdonables, es decir, que para el mexicano son casi obligatorias.
Esto a primera vista podría resultarnos muy simple, no obstante, parece que tiene causas más allá de lo que se mira a lo lejos. Y es que el asunto cobra relevancia jurídica cuando se observa que las recomendaciones y reglas de comportamiento básicas que se impusieron y que se imponen (quédate en casa, evita aglomeraciones etcétera), no tenían y no tienen como finalidad buscar un orden social, sino que tienen como finalidad que las personas preserven su salud y su vida frente a un agente dañino cuya naturaleza aun continua en estudio, dejándonos en la incertidumbre enfermiza; en otras palabras, la interrogante está presente en el sentido de comprender ¿porque el ciudadano de forma negligente se contagia de COVID-19?
Este incumplimiento del deber mínimo y básico para preservar la salud y la vida, podrían comprenderse con un ejercicio osado, a través de identificar a un inconsciente colectivo, a la parte moral del cumplimiento del deber, a la temeridad excesiva, y a un sinsentido de la vida; lo que me parece congruente con las interrogantes que pretenden resolverse y su vinculación con las reglas mínimas de supervivencia que son incumplidas incluso deliberadamente, como puede mirarse en las múltiples fiestas, reuniones y eventos en distintos puntos de las entidades federativas, en los que la bandera es de “valemadrismo” frente a la posibilidad más posible de todas: la muerte.
Parece que la historia y la historicidad del mexicano están llenas de luchas de contrarios, no ajenas a la historia del ser humano, pero con particularidades. Podría sostenerse que se trata de un pueblo muy joven, rico en tradiciones, pero inconscientemente clasista, en donde la mayoría vive en la borrachera de los esclavos que festejan el asesinato del amo y la toma de su hacienda del día anterior; lo anterior significa que ese inconsciente dirige a los grupos a aprovechar el momento para festejar la liberación de la opresión y a evitar el trabajo porque este significa explotación y abuso. Esto parece impregnado en el inconsciente de la colectividad, que en ese festejo permanente se determinará a seguir el menor número de reglas de comportamiento, aunque en ello se juegue la vida; pues ésta, cantada al son machista y depresivo mexicano, no vale nada, o bien, nos la jugamos a lo macho.
Adicionalmente debe destacarse que aun y cuando nos jactemos de tener un constitucionalismo mexicano, el mismo no está consolidado, para ello basta observar que nuestro constitucionalismo está plagado de ensambles conceptuales de diversas latitudes como son: los Estados Unidos de América y Europa, con lo que es notorio, a costa del reproche de los estudiosos mexicanos, que se carece de una dogmática constitucional mexicana, lo que implica que sólo hacemos, refritos de los refritos; de ahí que no tengamos referentes constitucionalistas que sean citados en otros sistemas jurídicos, como sí lo son: Carl Schmitt, Hans Kelsen, Fioravanti y Toni Negri, por citar a algunos que no dejan de ser vigentes.
Este hábito de copiar y no de crear a manera de ingeniería del Derecho, y de hundirse en teorías sin mirar a las construcciones fundamentales, olvidando a la realidad social, ha llevado a la especulación y con ello a la copia de modelos adoptados por otros sistemas con ciudadanos hechos con otros materiales intelectuales: no puede compararse a un ciudadano alemán con un ciudadano mexicano en cuanto al cumplimiento de reglas de comportamiento. Para mejor decir, los ciudadanos mexicanos no tienen intelectualmente imbuido el cumplimiento de reglas de comportamiento, porque viven en el festejo del asesinato del tirano de ayer, lo que se maximiza con políticas públicas y estudios jurídicos que, en vez de cultivar al deber por el deber, cultivan e inculcan el “exigir por el mero exigir”, diseñando a un pueblo sin límites, sin reglas y sin intención alguna de cumplir con las que existen.
También puede observarse la temeridad excesiva en el fastidio y en el hastío causado por las reglas de comportamiento; lo que implica que aun y cuando estas reglas tengan como fin salvaguardar la vida de los seres humanos, estos tienen una animadversión hacia el deber, relacionado con un temor reverencial casi liquido hacia las figuras paternas que hace menos de 40 años, aun eran respetadas, al grado de besar la mano de los padres. Dicho de mejor forma, el temor reverencial hacia los padres que una vez nos formó como hombres y como mujeres, se diluyo con exceso al grado de líquido, tan es así que la virtud del valor se convirtió en el vicio de la temeridad, el cual dirige a los hombres y a las mujeres a arriesgar la salud y la vida en situaciones meramente vacuas, cuales hijos desobedientes. Empero, esta desobediencia genera culpa que nos hace volver al seno familiar de uno u otro modo y en uno u otro momento: lo que explica el contagio de muchos padres por sus propios hijos.
Lo anterior, esto es: el inconsciente colectivo, la parte moral del cumplimiento del deber y la temeridad excesiva en conjunto, colocan al ciudadano mexicano en un plano existencial de carencia de sentido de vida, esto es, en un sinsentido vital; explicado por la ideología “consumista” e “idiota”, esto último en el sentido griego de egoísmo, de sujeto privado, del sujeto al que no le importa el otro o los otros. En otros términos, los mexicanos somos un pueblo considerado por los factores de poder, como un grupo de “cosas” que consumen lo que se les dé, compradores compulsivos que ven al consumo como un fin en sí mismo y no como un medio; personas que miran el valor del otro por lo que consume y lo que posee y no por lo que es y piensa. No por nada somos un pueblo en donde la traición es ya una regla y la lealtad una excepción. La ideología consumista e “idiota”, se nos impregnó como información verdadera e irrefutable por un gran sujeto cognoscente (del que hablaré en otro momento): las redes sociales, los medios de comunicación, los factores de poder político y los factores de poder económico; por esa razón es poco probable, por no decir improbable, que una persona beneficiada por cualquiera de esos factores, pretenda modificar su modo de vida y su sentido, por un pensamiento diverso, que mueva su statu quo: no debe patearse al pesebre, el que se mueve no sale en la foto.
Por ende, cuando el consumismo no puede ejecutarse por crisis y el ser “idiota” deja de funcionar porque pensamos en la posibilidad de que todos podemos enfermarnos dejándonos en el mejor de los casos en el deterioro físico y económico, entonces llega el sinsentido, debido a que el sentido de nuestra vida no puede lograrse: no puedo comprar, ni consumir, ni competir con el otro con relación a mi consumo, por mínimo que este sea, ya que todos se comparan y compiten por lo que tienen. Por lo tanto, esta frustración penetra en la existencia, la cual deja de tener sentido y nos convertimos en masa dentro de la masa, moviéndonos por inercia en una suerte de jerarquía de fines huecos e intrascendentes para los que la vida deja de tener importancia. El sinsentido de la vida provocada por la frustración explica la atribución de culpas al otro, y la búsqueda de emociones fuertes: las fiestas COVID en donde la regla de sanidad, es no cumplir con la regla de sanidad.
Con la precisión de que estas líneas mínimas tendrán un desarrollo mayor, parece medianamente explicable el comportamiento de los contagiados negligentes cuyo inconsciente colectivo, su parte moral del cumplimiento del deber, su temeridad excesiva, y su sinsentido de la vida, lo orientan al referido “valemadrismo” y a culpar al otro o a los otros. En este esquema existencial cobra relevancia el odio, la intolerancia y el reclamo hacia quien piensa diferente, puesto que con una carga ideológica tan fuerte y en una situación límite provocada por la posible tragedia, es sencillo comprender el reclamo, la exigencia, la inconformidad y el deseo de que haya un culpable y que este muera, con los motivos suficientes causados por la ideología dada por el sujeto cognoscente que guía a sus adoctrinados.
De este modo, podemos observar a un pueblo de México con un Presidente enfermo en una situación políticamente conveniente para unos, e inconveniente para otros. Por lo que, con la salvedad de lo demostrable, lo que se tiene como hecho relevante en este momento, es a una persona humana enferma: el Presidente de la República; que es objeto reclamo, de censura, de animadversión, de deseos de muerte, en un país que hipócritamente afirma que no discrimina por situación de raza, sexo o creencia alguna, pero que tiene su estimulo en la gran carga ideológica inculcada a profundidad, que lleva a la banalidad del mal, que a su vez convierte en broma a la desgracia del otro que piensa y actúa diferente. Con todo y eso, se advierte complejo para los que continuamos vivos, salir del esquema del consumo y del idiotismo, y pensar en el otro, en los otros; aun y cuando esos esquemas no son más que ideologías utilizadas como aparatos de control de las masas; son la matrix en la que nos mantienen cautivos, encadenados, envueltos en el egoísmo más conveniente para los amos del poder que se encuentran detrás de ese gran sujeto cognoscente que nos hace ver lo que quieren que veamos. En estas condiciones vale más mirar al bosque completo que quedarnos en el fruto de la rama de uno solo de los árboles.
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Erik Garay Bravo
Candidato a Doctor en Derecho Judicial
Maestro en Justicia Constitucional
Maestro en Derecho Procesal Penal
Especialista en Derecho Penal
Especialista en Derecho Procesal
Diplomado en Juicios orales
Catedrático y Abogado
ka.ray@hotmail.com